“Voluntarismo”, cuando se trata de la política
y del Estado, no es sino un eufemismo de irracionalidad, barbarie, bestialidad
y sadismo desatados.
El mayor riesgo del poder es el voluntarismo -término acuñado por el
sociólogo Ferdinand Tonnies y por el filósofo Paulsen- pues desnaturaliza los
fines del Estado, lo arranca del deber ser, lo coloca en el ser puro y simple,
y lo convierte en instrumento de intereses personales y de grupo, contra el
interés general de la colectividad.
El voluntarismo ha sido, más que una concepción filosófica, la
práctica de un descontrol que ha tenido múltiples manifestaciones a lo largo de
la historia política de la Humanidad, ya cuando un solo individuo ha canalizado
el poder hacia su propio beneficio, ya cuando lo ha monopolizado alguna
agrupación totalitaria. Es, pues, evidente la necesidad de oponer vallas a los
excesos del poder. En ese sentido, algunos ven en el Derecho el factor de
contención y ordenación, porque -como escribe Recasens Siches- el Derecho no
sólo organiza sino que también legitima el poder.
Sin embargo -observamos nosotros- el Derecho por sí solo carece de
fuerza para encauzar debidamente el poder. Prueba de esto la hallamos en la
existencia de regímenes absolutamente violentos, en los cuales la ciencia y el
Derecho se han postrado al servicio de la inmoralidad, como sucedió bajo el
régimen nazi.
Es cierto que, en el Estado de Derecho, el poder se apoya no sólo en
el Derecho sino también en criterios de justicia. Pero, no es menos cierto que
los intereses individuales o de grupo suelen desvirtuar los fines de ésta
última, sustituyendo la justicia auténtica por una justicia de corte político,
falsa y transitoria.
Sólo cuando el pueblo ha vivido la terrible experiencia de un régimen
despótico, se da cuenta cabal de que el
Derecho es totalmente manipulable y de que, en esas circunstancias, nada
garantiza. La justicia desaparece; se crean leyes arbitrarias, y las
aparentemente justas son distorsionadas; los juristas ven sus esfuerzos caer al
vacío; los estudiantes de Derecho preguntan para qué, y los profesores cierran
los códigos sin saber qué responderles.
Es que un gobierno todopoderoso siempre sabe arreglárselas para mantener
el disfraz de la democracia, cuando ésta y el propio Derecho se reducen a meros
formalismos.
Si, pues, el Derecho es un instrumento que por igual puede servir al
bien y al mal, y tanto para lo justo como para lo injusto, no podemos sino
llegar a la conclusión de que, no obstante sus facultades organizativas, no
basta, por sí solo, para controlar el poder del Estado. La Constitución
consagra muchas "garantías" de que el Estado dará cumplimiento a
tales o cuales derechos de los ciudadanos. Pero ello se convierte en letra
muerta ante las maquinaciones directas o subliminales del poder, es decir, ante
la diversidad de recursos de distracción y de apariencias habilidosamente
manejados por quien empuña el mando y a quien respaldan seres incondicionales,
carentes del mínimo concepto de dignidad.
No. Entre la angustia y la impotencia, el pueblo comienza a comprender
que no sólo las leyes deben cambiar; que es la consciencia de los gobernantes
lo que inyecta sentido y eficacia a las disposiciones jurídicas; que, sin la
fibra de la convicción de lo justo, con un sentido de integridad humana, no hay
poder con autoridad moral ni verdadero Estado de Derecho; que la buena fe de
quien detenta el poder es determinante, y que sin ella el Derecho, simplemente,
no funciona.
Claro está que, cuando el pueblo desemboca en estas conclusiones, ya no se refiere al Estado de mero Derecho
sino, inconsciente e idealmente, al Estado Ético de Derecho, lo que
significa que la existencia de éste es intuida bajo el deseo silente de un
cambio radical en su concepción.
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