PODER Y VOLUNTARISMO. Juan Josè Bocaranda E



“Voluntarismo”, cuando se trata de la política y del Estado, no es sino un eufemismo de irracionalidad, barbarie, bestialidad y sadismo desatados.

El mayor riesgo del poder es el voluntarismo -término acuñado por el sociólogo Ferdinand Tonnies y por el filósofo Paulsen- pues desnaturaliza los fines del Estado, lo arranca del deber ser, lo coloca en el ser puro y simple, y lo convierte en instrumento de intereses personales y de grupo, contra el interés general de la colectividad.

El voluntarismo ha sido, más que una concepción filosófica, la práctica de un descontrol que ha tenido múltiples manifestaciones a lo largo de la historia política de la Humanidad, ya cuando un solo individuo ha canalizado el poder hacia su propio beneficio, ya cuando lo ha monopolizado alguna agrupación totalitaria. Es, pues, evidente la necesidad de oponer vallas a los excesos del poder. En ese sentido, algunos ven en el Derecho el factor de contención y ordenación, porque -como escribe Recasens Siches- el Derecho no sólo or­ganiza sino que también legitima el poder.

Sin embargo -observamos nosotros- el Derecho por sí solo carece de fuerza para encauzar debidamente el poder. Prueba de esto la hallamos en la existencia de regímenes absolutamente violentos, en los cuales la ciencia y el Derecho se han postrado al servicio de la inmoralidad, como sucedió bajo el régimen nazi.

Es cierto que, en el Estado de Derecho, el poder se apoya no sólo en el Derecho sino también en criterios de justicia. Pero, no es menos cierto que los intereses individuales o de grupo suelen desvirtuar los fines de ésta última, sustituyendo la justicia auténtica por una justicia de corte político, falsa y transitoria.

Sólo cuando el pueblo ha vivido la terrible experiencia de un régimen despótico, se da cuenta cabal de que el Derecho es totalmente manipulable y de que, en esas circunstancias, nada garantiza. La justicia desaparece; se crean leyes arbitrarias, y las aparentemente justas son distorsionadas; los juristas ven sus esfuerzos caer al vacío; los estudiantes de Derecho preguntan para qué, y los profesores cierran los códigos sin saber qué responderles.

Es que un gobierno todopoderoso siempre sabe arreglárselas para mante­ner el disfraz de la democracia, cuando ésta y el propio Derecho se reducen a meros formalismos.

Si, pues, el Derecho es un instrumento que por igual puede servir al bien y al mal, y tanto para lo justo como para lo injusto, no podemos sino llegar a la conclusión de que, no obstante sus facultades organizativas, no basta, por sí solo, para controlar el poder del Estado. La Constitución consagra muchas "garantías" de que el Estado dará cumplimiento a tales o cuales derechos de los ciudadanos. Pero ello se convierte en letra muerta ante las maquinaciones directas o subliminales del poder, es decir, ante la diversidad de recursos de distracción y de apariencias habilidosamente manejados por quien empuña el mando y a quien respaldan seres incondicionales, carentes del mínimo concepto de dignidad.

No. Entre la angustia y la impotencia, el pueblo comienza a comprender que no sólo las leyes deben cambiar; que es la consciencia de los gobernantes lo que inyecta sentido y eficacia a las disposiciones jurídicas; que, sin la fibra de la convicción de lo justo, con un sentido de integridad humana, no hay poder con autoridad moral ni verdadero Estado de Derecho; que la buena fe de quien detenta el poder es determinante, y que sin ella el Derecho, simple­mente, no funciona.



Claro está que, cuando el pueblo desemboca en estas conclusiones, ya no se refiere al Estado de mero Derecho sino, inconsciente e idealmente, al Estado Ético de Derecho, lo que significa que la existencia de éste es intuida bajo el deseo silente de un cambio radical en su concepción.

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