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IUS-Etica Un nuevo paradigma: Estado Etico de Derecho

El Derecho está agotando sus fuerzas y requiere de una revitalización que sólo la Moral puede brindarle

LA JUSTICIA COMO ESCALERA. Juan Josè Bocaranda E



Juan Josè Bocaranda E

Forma parte de la “política negra”, recurrir a todos los medios o recursos para trepar y conquistar el poder. Lo peor de todo esto radica en que se utilicen hasta los ideales màs altos, para convertirlos en simples medios, arrastrados al envilecimiento conforme a torcidas intenciones, que han sido determinantes. A ese nivel abyecto son arrojadas la verdad y la justicia, el valor y la dignidad.


Herodoto
Un ejemplo de ello nos lo trae Herodoto cuando refiere que entre los Medos hubo un hábil  político  llamado Deyoces, quien, aspirando al poder absoluto, empleó la Justicia para conseguir sus deseos. Era, en efecto, conocido por persona respetable, y puso  el  mayor  esmero  en  aparentar con gran ostentaciòn sentimientos de equidad  y  justicia, aprovechando la circunstancia de que en ese tiempo reinaban en Media la sinrazón, en abuso y la arbitrariedad.

Viendo sus  paisanos tal modo de proceder, le nombraron por juez de sus disputas, en cuya decisión se manifestó recto y justo,  siempre  con  la  idea  de  apoderarse  del  mando. Se granjeó de esa manera una grande opinión en los demàs  pueblos,  con  la  fama  de  que solamente  Deyoces  administraba  bien  la  justicia, por lo que acudían a él gustosos a decidir sus pleitos, de tal forma que a ningún otro confiaron ya sus negocios.

Deyoces
Un dìa, sin embargo, Deyoces, viendo còmo todo pendìa de su arbitrio y còmo crecía el número de concurrentes cada dìa màs, considerándose imprescindible,  se  negó  absolutamente a seguir ejerciendo el oficio de juez, diciendo que no le convenía  desatender  a  sus  propios  negocios  por ocuparse  todo  el  día  en  el  arreglo  de  los  ajenos. Por consiguiente, volvieron a crecer más que anteriormente los hurtos y la injusticia, razón por la cual se juntaron los Medos en un congreso para deliberar sobre el estado presente de las cosa y, por influencia de los partidarios de Deyoces, decidieron nombrar un rey para que administrara con buenas leyes y ellos pudieran ocuparse de sus  negocios  sin  miedo  de  ser  oprimidos  por  la  injusticia.

No oyéndose otro nombre que el de Deyoces, a quien todos elogiaban,  quedó  nombrado  rey  por  aclamación del  congreso.  Entonces  mandó  se  le  edificase  un palacio digno de la majestad del imperio, y se le diesen guardias para la custodia de su persona. Así lo hicieron los Medos. Después que se vio con el mando ordenò que fabricasen una ciudad, y que fortificándola y adornándola bien, se pasasen a vivir en ella,  cuidando  menos  de  los  otros  pueblos.

Luego que Deyoces hubo hecho construir estas obras y establecido su palacio, mandó que lo restante del pueblo habitase alrededor de la muralla. Introdujo  el  primero  el  ceremonial  de  la  corte, mandando  que  nadie  pudiese  entrar  donde  está  el Rey, ni éste fuese visto de persona alguna, sino que se tratase por medio de internuncios establecidos al efecto. Todo esto se hacía con el objeto  de  precaver  que  muchos  Medos  de  su  misma edad, criados con él y en nada inferiores por su valor  y  demás  prendas,  no  mirasen  con  envidia  su grandeza, y quizá le pusiesen asechanzas. No viéndole era más fácil considerarle como un hombre de naturaleza privilegiada. Después que ordenó el aparato exterior de la majestad y  se  afirmó  en  el  mando  supremo. Los que tenían algún litigio o pretensión, lo ponían por escrito y se lo remitían adentro por medio de los internuncios, que  volvían  después  a  sacarlo con la sentencia o decisión correspondiente. En lo demás del gobierno lo tenía todo bien arreglado; de suerte que si llegaba a su noticia que alguno se desmandaba con alguna injusticia o insolencia, le hacía llamar para castigarle según lo merecía la gravedad del delito, a cuyo fin tenía distribuidos por todo el imperio exploradores vigilantes que la diesen cuenta de lo que viesen y escuchasen.

Desde Herotodo, han transcurrido milenios, y sin embargo sigue habiendo  personas que utilizan la Justicia para trepar, conquistar poder, amasar en lo obscuro fortunas cuantiosas y hasta para anotar su nombre en las páginas de la Historia Negra.




PODER Y VOLUNTARISMO. Juan Josè Bocaranda E



“Voluntarismo”, cuando se trata de la política y del Estado, no es sino un eufemismo de irracionalidad, barbarie, bestialidad y sadismo desatados.

El mayor riesgo del poder es el voluntarismo -término acuñado por el sociólogo Ferdinand Tonnies y por el filósofo Paulsen- pues desnaturaliza los fines del Estado, lo arranca del deber ser, lo coloca en el ser puro y simple, y lo convierte en instrumento de intereses personales y de grupo, contra el interés general de la colectividad.

El voluntarismo ha sido, más que una concepción filosófica, la práctica de un descontrol que ha tenido múltiples manifestaciones a lo largo de la historia política de la Humanidad, ya cuando un solo individuo ha canalizado el poder hacia su propio beneficio, ya cuando lo ha monopolizado alguna agrupación totalitaria. Es, pues, evidente la necesidad de oponer vallas a los excesos del poder. En ese sentido, algunos ven en el Derecho el factor de contención y ordenación, porque -como escribe Recasens Siches- el Derecho no sólo or­ganiza sino que también legitima el poder.

Sin embargo -observamos nosotros- el Derecho por sí solo carece de fuerza para encauzar debidamente el poder. Prueba de esto la hallamos en la existencia de regímenes absolutamente violentos, en los cuales la ciencia y el Derecho se han postrado al servicio de la inmoralidad, como sucedió bajo el régimen nazi.

Es cierto que, en el Estado de Derecho, el poder se apoya no sólo en el Derecho sino también en criterios de justicia. Pero, no es menos cierto que los intereses individuales o de grupo suelen desvirtuar los fines de ésta última, sustituyendo la justicia auténtica por una justicia de corte político, falsa y transitoria.

Sólo cuando el pueblo ha vivido la terrible experiencia de un régimen despótico, se da cuenta cabal de que el Derecho es totalmente manipulable y de que, en esas circunstancias, nada garantiza. La justicia desaparece; se crean leyes arbitrarias, y las aparentemente justas son distorsionadas; los juristas ven sus esfuerzos caer al vacío; los estudiantes de Derecho preguntan para qué, y los profesores cierran los códigos sin saber qué responderles.

Es que un gobierno todopoderoso siempre sabe arreglárselas para mante­ner el disfraz de la democracia, cuando ésta y el propio Derecho se reducen a meros formalismos.

Si, pues, el Derecho es un instrumento que por igual puede servir al bien y al mal, y tanto para lo justo como para lo injusto, no podemos sino llegar a la conclusión de que, no obstante sus facultades organizativas, no basta, por sí solo, para controlar el poder del Estado. La Constitución consagra muchas "garantías" de que el Estado dará cumplimiento a tales o cuales derechos de los ciudadanos. Pero ello se convierte en letra muerta ante las maquinaciones directas o subliminales del poder, es decir, ante la diversidad de recursos de distracción y de apariencias habilidosamente manejados por quien empuña el mando y a quien respaldan seres incondicionales, carentes del mínimo concepto de dignidad.

No. Entre la angustia y la impotencia, el pueblo comienza a comprender que no sólo las leyes deben cambiar; que es la consciencia de los gobernantes lo que inyecta sentido y eficacia a las disposiciones jurídicas; que, sin la fibra de la convicción de lo justo, con un sentido de integridad humana, no hay poder con autoridad moral ni verdadero Estado de Derecho; que la buena fe de quien detenta el poder es determinante, y que sin ella el Derecho, simple­mente, no funciona.



Claro está que, cuando el pueblo desemboca en estas conclusiones, ya no se refiere al Estado de mero Derecho sino, inconsciente e idealmente, al Estado Ético de Derecho, lo que significa que la existencia de éste es intuida bajo el deseo silente de un cambio radical en su concepción.

EL GEN DE PAJA. Juan Josè Bocaranda E



Vitaminas para los "pajudos" 


Trabalenguas universal:
 El  pajudo empuja la paja hacia la pajudez


                   "El que tenga rabo de paja..."

La guerra genética se había desatado. Se estableció en el ámbito de la Criminología, del Derecho Penal y de las instituciones judiciales.

Sucedió así.

En cierto país que no es necesario mencionar, un abogado asumió la defensa de una persona acusada de homicidio. Al borde de perder el caso debido a la contundencia de las pruebas, acudió, como último recurso, al argumento de “la duda razonable”. Para ello se valió de la genética. Aportó la conclusión, derivada de un análisis serio y profundo del ADN del individuo, de que el mismo era portador del “gen de la delincuencia”. De donde se desprendía que padecía de una irrefrenable inclinación a la perpetración de hechos delictivos: se trataba –adujo ante juez y jurados- de una forma de “determinismo genético”, que libraba de imputabilidad al sujeto, porque le impedía discernir, le abortaba la intención y le cerraba paso a la libertad. Por consiguiente, carecía de responsabilidad y, por lo tanto, no debía ser objeto de sanción penal.

La duda triunfó: al hombre se le declaró absuelto. Y eso fue todo.

¡!Todo?? ¡De ninguna manera! ¡Ahí fue cuando comenzó la guerra genética. Internet se encargó de dar a conocer los detalles…

Los abogados defensores, en diversos lugares, acudieron al mismo recurso: utilizaron la genética para recusar a jueces y fiscales, por la presunta posesión de “genes determinantes de la distorsión de la justicia”.

Se armaron un enredo y un enfrentamiento multiforme de tales dimensiones, que abogados, jueces y fiscales tuvieron que firmar un “pacto de no agresión genética”.

Y todo quedó resuelto.

¡Resuelto? ¡De ningún modo!

Cuando ya comenzaba a reinar la pax romana, y los corazones a latir con regularidad, se le ocurrió al Consejo Judicial ordenar que a todos los jueces se les efectuase un estudio genético, “con el fin de establecer si eran desviados por los genes de la irresponsabilidad, de la flojera, del desinterés, de la venalidad, de la corrupción, de la falta de objetividad e imparcialidad, y de otros vicios capaces de representar un peligro grave para la vida y realización de los preceptos constitucionales y para el espíritu, razón y propósito de las leyes”.

Y así fue decidido. La orden tendría que cumplirse.

¿!!Cumplirse?!! ¡Qué va! Porque los jueces se opusieron. La Asociación Nacional de Jueces se hizo fuerte: el examen debía comenzar por la cúpula judicial, pues debía quedar muy en claro si los genes “de la superioridad” eran realmente ejemplares y dignos de encomio, de tal forma que tuvieran autoridad moral para las exigencias. “La superioridad” encontraría razonable la contrapropuesta de los Jueces –supusieron-.

¿La encontraría razonable? Pues no. Fue allí, justamente, donde tuvo punto de quiebre definitivo la guerra genética. Porque los miembros del Consejo Judicial consideraron que era prudente dejar las cosas como estaban. En voz muy baja y a título personal, uno de magistrados dizque dijo: “uno no sabe qué genes, jejenes o comejenes se lo están comiendo vivo por dentro. La santa (juris)prudencia nos recomienda que nos quedemos tranquilos”.

Se impuso nuevamente el dicho popular: “el que tenga gen de paja no se arrime a la candela”. Y todo quedó sumido en la paz.

¡En la paz???