Prensa
LA DESOBEDIENCIA A LAS LEYES
Juan José Bocaranda E
¿Por
qué el ciudadano no acata las leyes sino
bajo la amenaza de la fuerza? ¿Por qué reina una especie de antipatía general
frente a las leyes, si no una desobediencia franca y decidida? ¿Por qué los ciudadanos deben ser arreados
para que cumplan las leyes, en lugar de hacerlo
por convencimiento, en forma espontánea y hasta entusiasta? ¿Por qué las
acciones de fuerza por parte del Estado, en un siglo de auge presunto de la
racionalidad, como tanto se pregona?
¿Por qué un abismo entre los avances de la ciencia y la consciencia de individuos y
colectividades?
La
desobediencia a las leyes no es sino una consecuencia tácita del rechazo a la autoridad del
Derecho. El desacato a las leyes no existiría si el Derecho gozase de autoridad
intrínseca y substancial, es decir, si
pudiera justificar de por sí, a cabalidad, su propia autoridad. Y
decimos “a cabalidad” porque se requiere ir mucho más allá de una
justificación artificial y rebuscada
como la que proponen ciertas teorías,
elaboradas sólo para élites intelectuales de filósofos y juristas, a la manera de la teoría de la
coordinación social con el bien común; o
de la teoría de los juegos, etc, en todo caso
ajenas al conocimiento de la población en general y, peor aun, carentes
de substancialidad trascendente.
Ninguna
teoría, aunque provenga de cerebros privilegiados, puede ser convincente si se queda en las
ramas, si no profundiza en la
fundamental razón justificadora de la autoridad del Derecho. Tampoco, si cae en
círculos viciosos explícitos o implícitos.
Afirmar
que el Derecho encuentra la justificación de su autoridad en la capacidad de
eficacia para realizar el bien común mediante hechos reales, tangibles y
concretos, representa un ejemplo de razonamiento circular. Porque cuando el
Estado apoya la justificación de su autoridad en su propia eficacia, la está
fundamentando en sí mismo, y es allí donde gira el círculo vicioso.
El
Derecho no puede justificarse a sí mismo. Ello resulta tan absurdo como la
actitud del dictador que afirma ordenar lo que ordena sólo porque es quien manda.
Equivale a la estupidez del monarca francés que definia el Estado a través de
su propia persona: “El Estado soy yo”…
No.
Porque tratándose, justamente del poder político, que compromete el destino de
toda una nación, es indispensable que
quien funge como mandatario apoye su
autoridad en forma racional, verdaderamente racional, no mediante evasivas o a
través de insinuaciones prepotentes.
El
fundamento necesario del Derecho es la Moral, única que el ciudadano asume como base del
Derecho porque apela a los sentimientos y valores más intimos y dignos de
respeto, como elemento de comparación, como “piedra de toque” de la justificación
del Derecho. Es como si el ciudadano se preguntase, en lo más profundo de su
consicencia, si debe obedecer o no, a lo que está en contra de sus convicciones
morales. En otras palabras, el sentido crítico lleva al pueblo a plantearse si
debe obedecer aquello con lo que no está de acuerdo, por lo que acata el
Derecho en la medida de su convicción. En consecuencia, clama porque sea tomado
en cuenta un elemento transcendente del cual deba partir el Derecho para que
pueda garantizar, ante todo y sobre todo, seguridad: ese elemento es la Moral,
último y supremo recurso de valoración del Estado, de sus instituciones, de sus
funcionarios y del Derecho.
Pero,
¿hablar de Moral en el Estado y en el Derecho en los días que corren? Hay que
hacerlo, aunque muchos miren hacia otro lado, sin pensar que el rechazo de todo
lo que tenga que ver con la Moral, es la máxima inmoralidad…
Pese
a todo y sea cual sea la actitud de quienes rechazan la Moral, ante la
consciencia de los gobernados el Derecho tanto más justifica su propia
existencia, cuanto más se apoye en los principios morales; cuanto más se deje conducir y orientar por los
mandatos de la Moral. Y esto sólo puede
ocurrir en el Estado Ético de Derecho, no en el
“Estado de Derecho”, que da a
entender que no necesita justificar su existencia o que la justifica
recurriendo a sus propias fuerzas. Error descomunal, como lo demostró,
desgraciadamente, el Derecho nazi, cuando pretendió justificar el antiderecho
apoyándolo en el mero cumplimiento de las formalidades de su producción.
Las
naciones, los pueblos, los individuos, deben aprender la lección de la
Historia: o el Derecho se apoya en la Moral, o se corre el riesgo de que las
leyes se conviertan en instrumentos del mal. Porque las leyes libradas a sí mismas,
a su antojo, a la imposición de intereses bastardos, son simples veletas
susceptibles de cambiar al viento de las circunstancias, lejos de la seguridad
que sólo puede inyectarle la Moral, la seguridad moral. Porque seguridad jurídica
sin seguridad moral, es una farsa, mera ficción, un engaño.