Juan Josè Bocaranda E
Algunos definen el Estado de Derecho como
aquél que no da cabida a la arbitrariedad porque se somete a las reglas que él
mismo ha dictado. Sin embargo, esta tesis es evidentemente falaz. Por esta vìa
el concepto de "Estado de Derecho" queda abierto también a las
apetencias del totalitarismo, pues un régimen dictatorial puede construir una
estructura de normas y ajustarse gustoso a ellas, porque, concebidas y elaboradas
por él, cuadran a sus intereses. Sancionadas y promulgadas, esas leyes son
"Derecho", y obligan, aunque las sature la injusticia. Como sucedió
con el régimen nazi.
Quiere decir que la buena fe es
fundamental en el ejercicio del poder. La mala fe de los gobernantes derrumba
las teorías levantadas sobre el supuesto de "la corrección jurídica".
Las estructuras formales del Derecho no convierten en "buenos y
justos" a los hombres perversos, quienes, por el contrario, utilizarán el
poder conforme a sus intereses aun màs deleznables. En última instancia, todo
depende de la moralidad del gobernante y no del Derecho.
El ejercicio del poder debe ser, por
consiguiente, un continuo ejercicio de moralidad. ¿De qué vale que la
Constitución defina al Estado como democrático y social de Derecho, si en la
práctica los gobernantes acomodan cada uno de estos elementos a su capricho y
conveniencia, ausente el rumbo que sólo los valores éticos y los principios
morales constantes pueden imprimirles? ¿Garantiza algo establecer que las ramas
del Poder Público deben colaborar entre ellas, si se priva del sentido ético no
sólo el concepto de "colaboración", sino también el de los
fines? ¿Basta expresar que la
Administración Pública se fundamenta en determinados principios abstractos,
como el de honestidad y otros? La
honestidad" puede ser mera ficción, al amparo del mutuo ocultamiento;
también los asaltantes de bancos son "participativos" y suelen actuar
con "rapidez" y "eficacia", al igual que lo hacen los
funcionarios corruptos, duchos y eficientes en las malas artes; la
"transparencia" puede funcionar a la perfección entre funcionarios
corruptos, quienes se exigen "cuentas claras" en la partición de los
beneficios, y "responsabilidad" en la ejecución de las trampas.
¿Qué garantiza una disposición
constitucional conforme a la cual los funcionarios están al servicio del Estado
y no de parcialidad política alguna, si el partido gobernante manipula el poder
y no funcionan las instituciones, desterrado el imperativo ético? ¿Abriga
trascendencia real que la Constitución defina formalmente la ley, si no
presupone, necesariamente, que los legisladores acaten los valores éticos
cuando la conciben, redactan, discuten y sancionan?
Si por esencia el Derecho tiene carácter
ético, ¿por qué la arbitrariedad se enfoca con criterios puramente jurídicos,
omitiendo toda referencia a los valores éticos y a los principios morales y a
una desviación de carácter más profundo y trascendente, como lo es la
arbitrariedad moral, que implica poder sin auctoritas, sin autenticidad ni credibilidad? Asì, pues, cabe
afirmar que el Estado incurre en arbitrariedad meramente jurídica cuando
quebranta las reglas que él mismo ha creado (el Principio Jurídico), e incurre
en arbitrariedad moral cuando, cumpliendo o no las reglas que él mismo ha
creado, quebranta deliberadamente una ley que él no creó: la Ley Moral
(Principio Ético).
Cuando el Estado perpetra hechos de
arbitrariedad con fines perversos y torcidas intenciones, se arranca su propio fundamento e incurre en
deslegitimaciòn moral por cuanto viola, por la base, el Principio Ètico Constitucional,
que pertenece a un orden axiológico superior al mero Derecho. Y ello es
extremadamente grave por lo menos para quienes todavía tenemos la
“debilidad” o caemos en la “estupuidez”
de creer que los valores de la Ley Moral sirven de algo y que el ser humano,
sòlo por esto, es sujeto de una responsabilidad a la que no puede escapar: la
responsabilidad moral.
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