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AQUÌ CABE DE TODO
ESTUPIDECES Y TORPEZAS
ESTUPIDECES Y TORPEZAS
Juan Josè
Bocaranda E
Salvo a los idiotas, a nadie le agrada que lo llamen estúpido. Pero sigue
cometiendo estupideces y torpezas…
Herodoto nos trae el elocuente ejemplo de una torpeza, increible por lo indigna y abyecta:
Candaules, tirano de Sardes, creìa poseer la mujer más hermosa del mundo, y
tomó una resolución bastante
impertinente. Tenía entre sus guardias de mayor confianza a Gyges, a quien
solìa encarecer hasta las estrellas la
belleza extremada de
su mujer. Un dìa le dijo que por
cuanto lo notaba poco persuadido de ello,
haría que quedara expuesta a su vista con todas sus gracias, tal cormo
la había hecho Dios. Mas Gyges le dijo: Creo fijamente
que la Reina
es tan perfecta
como me la pintáis, la más hermosa del mundo; y yo os pido encarecidamente
que no exijáis de mí una cosa tan fuera
de razón. Sin embargo, el gobernante insistió: anìmate, amigo, no temas, porque
yo lo dispondrè todo de tal manera que ni
aun sospeche haber
sido vista por ti.
Yo mismo te
llevaré al cuarto
en que dormimos, te ocultaré
detrás de la puerta, que estará abierta. No tardará mi mujer en venir a
desnudarse, y en una gran silla, que hay inmediata a la puerta, irá poniendo
uno por uno sus vestidos, dándote entre tanto lugar para que la mires muy
despacio y a toda tu satisfacción. Luego que ella desde su asiento volviéndote
las espaldas se venga conmigo a la cama, podrás tú escaparte silenciosamente y
sin que te vea salir.
Asì se hizo. Pero Gyges no pudo evitar que la reina lo viera, aunque èl no
se enterò. La mujer estuvo toda la noche
quieta y sosegada;
pero al amanecer hizo llamar
a Gyges, a quien dijo: No hay
remedio, Gyges; es
preciso que escojas, en
los dos partidos
que voy a
proponerte, el que más quieras seguir. Una de dos: o mueres aquí al momento,
o matas a Candaules y me recibes por tu
mujer, y te apoderas del imperio. No hay
más alternativa que
esta; es forzoso
que muera quien tal ordenó, o
aquel que, violando la majestad y el decoro, puso en mí los ojos estando
desnuda. Atónito Gyges, estuvo largo rato sin responder, y luego le suplicó del
modo más enérgico no quisiese obligarle por la fuerza a escoger ninguno de los
dos extremos. Pero viendo que era imposible disuadirla, y que se hallaba
realmente en el terrible trance o de dar la muerte por su mano a su señor, o de
recibirla él mismo de mano servil, quiso más matar que morir, y la preguntó de
nuevo: -«Decidme, señora, ya que
me obligáis contra
toda mi voluntad
a dar la muerte a vuestro esposo, ¿cómo podremos
acometerle? -¿Cómo? le
responde ella, en
el mismo sitio que
me prostituyó desnuda
a tus ojos;
allí quiero que le sorprendas
dormido. Concertados así los dos y venida que fue la noche, Gyges, a quien
durante el día no se le perdió nunca de vista, ni se le dio lugar para salir de
aquel apuro, obligado sin remedio a matar a Candaules o morir, sigue tras la
reina, que le conduce a su aposento, le pone la daga en la mano y le oculta
detrás de la
misma puerta. Saliendo
de allí Gyges, acomete y mata a Candaules dormido. De
esta manera, a través de una estupidez increíble, perdió Candaules, por una
misma causa, la mujer, el reino y la vida.
Hay quienes comenten “candauladas” cuando labran con esmero su propia
perdición mediante una cadena de estupideces cada vez màs absurdas y
persistentes.
Un joven comenzó por las malas juntas, que lo adentraron en el campo de los
pequeños hurtos. Como si eso fuese poco, en vez de retirarse, dio el segundo
paso, y fue el consumo de aguardiente y drogas, por lo cual hundió en la
miseria y la tristeza a su grupo familiar. Pero, en vez de desistir, pasò a la
posesión de armas y, de inmediato, a la perpetración de robos a mayor escala.
Pero, en vez de detenerse, pasò a los homicidios, por lo que fue condenado a
largos años de càrcel. Sòlo cuando quedó
en libertad, admitió que había perdido la juventud, a la esposa, a los hijos y
a los padres y, sobre todo, el tiempo, que ahora le hacìa sentir la necesidad
de una profesión que pudo haber conseguido si no se hubiese arrojado al
precipicio, de torpeza en torpeza.
Repetimos: hay personas que labran con insistente estupidez su propia
perdición. Unos, en el ámbito personal o sentimental o en la esfera de los negocios y de las
empresas. Otros, en la polìtica y en el poder o en el campo profesional. Todos,
actuando como autómatas que se arrojan al abismo, ciegos y sordos.